Post by Emillie on Jan 7, 2018 21:05:27 GMT
Emillie soñaba…
Era joven, y tenía otro nombre, aquel qué sus padres le habían otorgado siguiendo las tradiciones de los casi extintos galos, le había sido otorgado por un druida, uno de los últimos de aquella desaparecida orden.
Aquel nombre lo llevaba encerrado en su corazón, junto con los pocos recuerdos felices de su infancia. Aquel nombre era solo de ella y no quedaba nadie vivo que lo hubiese escuchado.
Soñaba y recordaba…
Se encontraba sola en el río aledaño al pueblo en el que vivía junto con su familia, observaba su reflejo en el agua cristalina, mientras se desvestía para bañarse, un par de manchas blanquecinas habían aparecido de la noche a la mañana en su cuerpo, una sobre la parte superior de su abdomen y otra sobre su pecho izquierdo en dirección de sus costillas.
No sabía que estaba ocurriendo, había visto como otra mujer del pueblo había sido exiliada por presentar “maculas del diablo” en su piel, manchas similares a las que podía ver en su cuerpo, y que la señalaban como consorte del diablo según las creencias de los cristianos. Su corazón se latía con desesperación, ¿Podría ocultar las manchas? ¿Por qué le estaba sucediendo esto a ella? Si bien era una de las pocas paganas que quedaban en el lugar y había mantenido su naturaleza arcana oculta tal y como se lo habían enseñado sus padres, quizás el Dios de los humanos la había maldecido, quizás, era su forma de hacerle ver el desprecio que sentía por ella.
Quizás…
Poco a poco fue observando con impotencia como en su cuerpo iban apareciendo más y más manchas blancas, como devoraban la tonalidad olivácea de su piel y dejaban espacios blancos, cada vez era más difícil ocultarlas sin despertar la sospecha de los otros habitantes del pueblo, cada vez más le resultaba imposible seguir siendo ella misma.
Hasta que llegó el día en que aparecieron en su cuello y su cara y sus padres no pudieron ocultarla más.
Antes, los jóvenes del pueblo se peleaban por su atención, su belleza despertaba los corazones y atraía las miradas, pero aquel día, esas mismas miradas se encontraban cargadas de odio y desprecio, aquellos jóvenes que antes se peleaban su atención le arrojaban insultos y falsas acusaciones, aquel día el sacerdote del lugar la llevo a rastras hasta la plaza central del pueblo, frente a las protestas de sus padres, el anciano hizo llamar a los guardias del pueblo para que los detuvieran. Emillie temía por su vida, había escuchado que los sacerdotes quemaban vivos a los paganos o los torturaban hasta convertirlos a su fe, sin importar que después sucumbieran a sus heridas; temía lo que aquellos junto con los que había crecido pudiesen hacerle, más aún, temia su odio por algo que ella no había causado. El sacerdote la tomó de un brazo y con fuerza lo descubrió para que los pueblerinos pudiesen ver las manchas en su piel, acto seguido la señaló como consorte del diablo y apeló porque fuese castigada.
Lloraba aterrada, mientras negaba todo lo que el anciano sacerdote decía, nada de aquello era cierto, pero sus palabras no encontraban asilo en el corazón de nadie, no podía creer como esas personas que antes le habían profesado cariño y afecto ahora aullaban por su sangre, no entendía los corazones de los humanos, no entendía al mundo en el que le había tocado vivir y no entendía porque tenía que sufrir por algo que no había sido culpa suya.
En el momento en el que los guardias se acercaron a ella, su desesperación la obligó a asumir su forma verdadera, todos aquellos que la rodeaban salieron despavoridos del lugar, mientras ella atacaba al sacerdote para después huir. Ni los gritos de sus padres la hicieron detenerse hasta que se había adentrado en las profundidades del bosque que rodeaba al pueblo.
Ahí, Emillie lloró amargamente, rodeada de soledad.
Y fue en aquel momento que despertó, y miró sus manos manchadas de blanco y lloró de nuevo.
Era joven, y tenía otro nombre, aquel qué sus padres le habían otorgado siguiendo las tradiciones de los casi extintos galos, le había sido otorgado por un druida, uno de los últimos de aquella desaparecida orden.
Aquel nombre lo llevaba encerrado en su corazón, junto con los pocos recuerdos felices de su infancia. Aquel nombre era solo de ella y no quedaba nadie vivo que lo hubiese escuchado.
Soñaba y recordaba…
Se encontraba sola en el río aledaño al pueblo en el que vivía junto con su familia, observaba su reflejo en el agua cristalina, mientras se desvestía para bañarse, un par de manchas blanquecinas habían aparecido de la noche a la mañana en su cuerpo, una sobre la parte superior de su abdomen y otra sobre su pecho izquierdo en dirección de sus costillas.
No sabía que estaba ocurriendo, había visto como otra mujer del pueblo había sido exiliada por presentar “maculas del diablo” en su piel, manchas similares a las que podía ver en su cuerpo, y que la señalaban como consorte del diablo según las creencias de los cristianos. Su corazón se latía con desesperación, ¿Podría ocultar las manchas? ¿Por qué le estaba sucediendo esto a ella? Si bien era una de las pocas paganas que quedaban en el lugar y había mantenido su naturaleza arcana oculta tal y como se lo habían enseñado sus padres, quizás el Dios de los humanos la había maldecido, quizás, era su forma de hacerle ver el desprecio que sentía por ella.
Quizás…
Poco a poco fue observando con impotencia como en su cuerpo iban apareciendo más y más manchas blancas, como devoraban la tonalidad olivácea de su piel y dejaban espacios blancos, cada vez era más difícil ocultarlas sin despertar la sospecha de los otros habitantes del pueblo, cada vez más le resultaba imposible seguir siendo ella misma.
Hasta que llegó el día en que aparecieron en su cuello y su cara y sus padres no pudieron ocultarla más.
Antes, los jóvenes del pueblo se peleaban por su atención, su belleza despertaba los corazones y atraía las miradas, pero aquel día, esas mismas miradas se encontraban cargadas de odio y desprecio, aquellos jóvenes que antes se peleaban su atención le arrojaban insultos y falsas acusaciones, aquel día el sacerdote del lugar la llevo a rastras hasta la plaza central del pueblo, frente a las protestas de sus padres, el anciano hizo llamar a los guardias del pueblo para que los detuvieran. Emillie temía por su vida, había escuchado que los sacerdotes quemaban vivos a los paganos o los torturaban hasta convertirlos a su fe, sin importar que después sucumbieran a sus heridas; temía lo que aquellos junto con los que había crecido pudiesen hacerle, más aún, temia su odio por algo que ella no había causado. El sacerdote la tomó de un brazo y con fuerza lo descubrió para que los pueblerinos pudiesen ver las manchas en su piel, acto seguido la señaló como consorte del diablo y apeló porque fuese castigada.
Lloraba aterrada, mientras negaba todo lo que el anciano sacerdote decía, nada de aquello era cierto, pero sus palabras no encontraban asilo en el corazón de nadie, no podía creer como esas personas que antes le habían profesado cariño y afecto ahora aullaban por su sangre, no entendía los corazones de los humanos, no entendía al mundo en el que le había tocado vivir y no entendía porque tenía que sufrir por algo que no había sido culpa suya.
En el momento en el que los guardias se acercaron a ella, su desesperación la obligó a asumir su forma verdadera, todos aquellos que la rodeaban salieron despavoridos del lugar, mientras ella atacaba al sacerdote para después huir. Ni los gritos de sus padres la hicieron detenerse hasta que se había adentrado en las profundidades del bosque que rodeaba al pueblo.
Ahí, Emillie lloró amargamente, rodeada de soledad.
Y fue en aquel momento que despertó, y miró sus manos manchadas de blanco y lloró de nuevo.