Post by Iphine Vorgel on Jan 8, 2018 5:47:50 GMT
"Soy una herramienta.
Vivo para servir.
Sirvo para vivir.
Mi valor yace en mi utilidad,
y mi utilidad se mide en méritos.
Si esta herramienta llegase a romperse,
su campo cederá a nuevas otras.
Por el bien de otros,
Por la realización de los logros."
Las secuelas de un marcado pasado que, muy a pesar de los siglos que lo partían del presente, continuaba resonando con ecos profundos en el alma de Iphine. Bastaba con observar su rostro en un espejo y danzar una falange sobre su cuello, para que el molesto frío de sensaciones olvidadas erizaran su tez. No era miedo o tristeza- se trataba más de una impotencia y frustración sepulcral que hacían la sangre hervir en sus venas y su quijada tensarse al breve recuerdo de su inutilidad, de su ingenuidad y de su ignorancia. Aquella noche no era diferente a las otras, y sus errores se recargaban como pesas sobre su espalda, queriendo abatirla y aplastarle.
Odiaba el silencio. Odiaba la soledad. Odiaba la oscuridad. Todo aquello confabulando como sádicos amantes en cada esquina de su habitación.
Tres elementos infalibles para despertar horrores e invitar malos augurios al corazón del atormentado. La duda y la inseguridad acrecentándose en el negro espesor del manto nocturno y alimentando la razón con rotundo veneno, invitando a la voluntad a deshacerse en desesperación. Llevando el alma a quebrantarse en la desesperanza.
Un golpe con el puño contra el reflejo fue todo lo que tomó para quebrarlo en miles de pedazos. Odiaba su imagen. Odiaba ver la debilidad aún derrochando por cada poro, y la rigidez notoria y pesada en sus párpados y vista. Apartó la mano por un breve segundo de aquel espejo de pie y observó su palma: una piel retorcida en cicatrices de quemaduras de otro de sus fracasos. Sí, con la ayuda de valientes ciudadanos pudo rescatar víctimas de aquel incendio, evitando que la cuenta de cuerpos incrementara. ¿Pero qué había de todos aquellos que había perecido? Era su culpa.
Colocó la mano de vuelta a su lugar, apretándose sobre los trozos de cristal conforme acariciaba los filos con poco impulso de auto conservación. Los rumores invadían los rincones y los callejones y siempre, siempre llegaban a sus oídos. Podía justificarse cuanto quisiese, con argumentos sólidos y válidos que ganarían un caso en cualquier corte. Pero eso no regresaba a la vida las víctimas, eso no borraba la penuria ni la tragedia de los corazones afectados. Las excusas sólo servían para evitar la culpa sobre sus hombros y saborear el placebo efímero de la impunidad. Pero ella sabía que no había ganancia en ello, que era un acto descarado y cobarde.
Debía estar ahí, vigilante, constante. Debió estar ahí, detener las catástrofes. Debería rectificar todo ello con más sacrificio, con más convicción, con más desinterés propio y más enfoque y dedicación a lo ajeno.
Antes de hacerse obvio, notó su puño cerrado alrededor de un vidrio, permitiendo el flujo de la sangre correr entre las grietas de su piel y deslizarse a lo largo de su brazo. El dolor se propagó consiguiente a esta realización, siendo punzante y ardiente a lo largo de su extremidad. Cedió a la tensión de su palma y permitió el cristal caer al suelo.
Lo entendía. Sabía lo que debía hacer... ¿Entonces, por qué dolía tanto? No era un dolor físico, era un pesar que trascendía la carne y hostigaba las fibras de su alma, haciéndolas gritar mudamente. Era el ahogo de su corazón, siendo presionado por dedos fríos y despiadados. Era su garganta anudada, embotellando la exasperación que ya no cabía dentro de su ser. Era la agonía que latía en su estómago, revolviendo sus adentros, queríendo explotar en cualquier momento.
Era lo que había elegido. Si tuviese que romper sus huesos, su tuviese que quemar su carne, si estaba en el destino el ser mancillada más allá de los límites físicos y espirituales... entonces que así fuese. Que su victoria se cantase en aquellos que lograba proteger, en las vidas que preservara a través de su sacrificio y las generaciones venideras gracias a esas ganancias.
En un inicio, entre los versos dulces de su madre, y las firmeza de su padre, nació el espíritu noble y se formó la voluntad de acero, de la mano de la inocencia y la convicción de proteger lo que era justo. El tiempo reveló la oscuridad, la maldad en el mundo perpetrada por la carne, la debilidad de la misma y la sed implacable por poder. La creencia ciega que aquellos que buscan la paz eran quienes sostenían la verdad absoluta, y aquellos cuya hambruna sofocaban la libertad de los débiles, eran el mal por erradicar.
Pero los años dieron lecciones, y las lecciones se convirtieron en certezas. Cada enseñanza se marcaría como una cicatriz en su cuerpo, apenas dislumbrando los estragos dentro de su alma. Pero eso era el precio a pagar, para alcanzar la justicia absoluta, pagada en carne y sangre.
La carne, la carne es débil. La voluntad, el espíritu, la convicción, en eje a los ideales supremos y puros de rectitud y ecuanimidad, dictaban una única trayectoria para el bien de todos, indistinto al personal, marcando una fuerza inquebrantable.
Y por eso ella, en su posición política, en responsabilidad como habitante y junto a su voto personal por servir a cada uno de los seres vivos, debía ser fuerte. Más fuerte. Romper los márgenes de lo posible, e ir más allá.
El mar de pensamientos la llevó a caer a sus rodillas, y más tarde a sentarse sobre el frío piso. Ambas manos empuñadas incidentalmente como una plegaria hacia dioses que no buscaba, empozando la sangre que seguía fluyendo aunque a menor medida. Volteó la mirada hacia la puerta de su habitación, viendo por la ranura inferior la luz entrar débilmente. Ideas inaudítas cruzando su subconsiente. Aquellos que consideraba amigos, a pesar de que la fuerte línea de profesionalismo los dividía, entrando a atenderle, cubrir sus heridas y brindar esperanzas en aquel momento tan turbio.
Odiaba el silencio. Odiaba la soledad. Odiaba la oscuridad. Todo aquello confabulando como sádicos amantes en cada esquina de su habitación.
Tres elementos infalibles para despertar horrores e invitar malos augurios al corazón del atormentado. La duda y la inseguridad acrecentándose en el negro espesor del manto nocturno y alimentando la razón con rotundo veneno, invitando a la voluntad a deshacerse en desesperación. Llevando el alma a quebrantarse en la desesperanza.
Un golpe con el puño contra el reflejo fue todo lo que tomó para quebrarlo en miles de pedazos. Odiaba su imagen. Odiaba ver la debilidad aún derrochando por cada poro, y la rigidez notoria y pesada en sus párpados y vista. Apartó la mano por un breve segundo de aquel espejo de pie y observó su palma: una piel retorcida en cicatrices de quemaduras de otro de sus fracasos. Sí, con la ayuda de valientes ciudadanos pudo rescatar víctimas de aquel incendio, evitando que la cuenta de cuerpos incrementara. ¿Pero qué había de todos aquellos que había perecido? Era su culpa.
Colocó la mano de vuelta a su lugar, apretándose sobre los trozos de cristal conforme acariciaba los filos con poco impulso de auto conservación. Los rumores invadían los rincones y los callejones y siempre, siempre llegaban a sus oídos. Podía justificarse cuanto quisiese, con argumentos sólidos y válidos que ganarían un caso en cualquier corte. Pero eso no regresaba a la vida las víctimas, eso no borraba la penuria ni la tragedia de los corazones afectados. Las excusas sólo servían para evitar la culpa sobre sus hombros y saborear el placebo efímero de la impunidad. Pero ella sabía que no había ganancia en ello, que era un acto descarado y cobarde.
Debía estar ahí, vigilante, constante. Debió estar ahí, detener las catástrofes. Debería rectificar todo ello con más sacrificio, con más convicción, con más desinterés propio y más enfoque y dedicación a lo ajeno.
Antes de hacerse obvio, notó su puño cerrado alrededor de un vidrio, permitiendo el flujo de la sangre correr entre las grietas de su piel y deslizarse a lo largo de su brazo. El dolor se propagó consiguiente a esta realización, siendo punzante y ardiente a lo largo de su extremidad. Cedió a la tensión de su palma y permitió el cristal caer al suelo.
Lo entendía. Sabía lo que debía hacer... ¿Entonces, por qué dolía tanto? No era un dolor físico, era un pesar que trascendía la carne y hostigaba las fibras de su alma, haciéndolas gritar mudamente. Era el ahogo de su corazón, siendo presionado por dedos fríos y despiadados. Era su garganta anudada, embotellando la exasperación que ya no cabía dentro de su ser. Era la agonía que latía en su estómago, revolviendo sus adentros, queríendo explotar en cualquier momento.
Era lo que había elegido. Si tuviese que romper sus huesos, su tuviese que quemar su carne, si estaba en el destino el ser mancillada más allá de los límites físicos y espirituales... entonces que así fuese. Que su victoria se cantase en aquellos que lograba proteger, en las vidas que preservara a través de su sacrificio y las generaciones venideras gracias a esas ganancias.
En un inicio, entre los versos dulces de su madre, y las firmeza de su padre, nació el espíritu noble y se formó la voluntad de acero, de la mano de la inocencia y la convicción de proteger lo que era justo. El tiempo reveló la oscuridad, la maldad en el mundo perpetrada por la carne, la debilidad de la misma y la sed implacable por poder. La creencia ciega que aquellos que buscan la paz eran quienes sostenían la verdad absoluta, y aquellos cuya hambruna sofocaban la libertad de los débiles, eran el mal por erradicar.
Pero los años dieron lecciones, y las lecciones se convirtieron en certezas. Cada enseñanza se marcaría como una cicatriz en su cuerpo, apenas dislumbrando los estragos dentro de su alma. Pero eso era el precio a pagar, para alcanzar la justicia absoluta, pagada en carne y sangre.
La carne, la carne es débil. La voluntad, el espíritu, la convicción, en eje a los ideales supremos y puros de rectitud y ecuanimidad, dictaban una única trayectoria para el bien de todos, indistinto al personal, marcando una fuerza inquebrantable.
Y por eso ella, en su posición política, en responsabilidad como habitante y junto a su voto personal por servir a cada uno de los seres vivos, debía ser fuerte. Más fuerte. Romper los márgenes de lo posible, e ir más allá.
El mar de pensamientos la llevó a caer a sus rodillas, y más tarde a sentarse sobre el frío piso. Ambas manos empuñadas incidentalmente como una plegaria hacia dioses que no buscaba, empozando la sangre que seguía fluyendo aunque a menor medida. Volteó la mirada hacia la puerta de su habitación, viendo por la ranura inferior la luz entrar débilmente. Ideas inaudítas cruzando su subconsiente. Aquellos que consideraba amigos, a pesar de que la fuerte línea de profesionalismo los dividía, entrando a atenderle, cubrir sus heridas y brindar esperanzas en aquel momento tan turbio.
Las herramientas sirven. Y jamás son servidas.
Por supuesto que jamás pasaría, los guardianes existían para la entrega. Y eso lo entendía, lo aceptaba. Respiró a sus adentros, estirando su mano a un buró donde yacía una cantimplora de cuero, la cual destaparía para dejar el alcohol fluir sobre su palma herida. Lavó la sangre de forma mediocre y usó un trozo de venda arrancado de los excedentes de su ropa para cubrirle. Finalmente se levantó del suelo y enfocó la vista a una puerta entreabierta que daba a un balcón, ofreciendo una vista amplia sobre la ciudadela desde la altura de la torre.
Abrió la puerta y se aferró al barandal, tomando una bocanada de aquel líquido del contenedor en una expresión más relajada. La ciudad en aquellas noches siempre ofrecía un aire nostalgico y tranquilo, plagado por polvos de hadas y luciernagas que marcaban un espejismo del mismísimo cielo.
Abrió la puerta y se aferró al barandal, tomando una bocanada de aquel líquido del contenedor en una expresión más relajada. La ciudad en aquellas noches siempre ofrecía un aire nostalgico y tranquilo, plagado por polvos de hadas y luciernagas que marcaban un espejismo del mismísimo cielo.
La ciudadela, Mirovia, el viejo continente... viviré para servir a cada uno de ustedes, cueste lo que cueste.