Post by Icaro on Jul 7, 2017 18:23:59 GMT
El crepitar de las llamas era lo único que aliviaba el silencio aplastante de la noche. Pareciera que ni el viento ni las fieras se atrevieran a interrumpir el solemne ritual que se llevaba a cabo entre las montañas. Como si todo su alrededor comprendiera la importancia de ese momento, el respeto que debía tenerse por lo que yacía en esa improvisada pira funeraria. Pero Icaro no llegaba a comprenderlo del todo. Por más que intentara enfocarse en lo que tenía frente a él, por más que se concentrase no llegaba a abrazar del todo el profundo significado de lo que intentaba hacer. Lo único que había percibido en las últimas horas había sido el naranja intenso de las llamas, la columna de humo gris, casi negro, alzándose hacia el cielo y el impresionante olor a carne quemada que desprendía. Ni siquiera le había resultado desagradable. Simplemente curioso.
¿Por qué no podía sentir nada? A fin de cuentas, era su hija la que se consumía frente a sus propios ojos. ¿Por qué no podía gritar de ira? ¿Por qué no podía sentir alivio por el hecho de que su niña por fin había recibido la ceremonia adecuada? ¿Por qué no intentaba consolarse pensando que ella ya no recibiría más daño? Demonios, ¿por qué no podía llorar siquiera?
“Porque esa cosa no es mi Vassilissa”, se respondió el vampiro a sí mismo. Cuando por fin la había hallado, dentro del antiguo mausoleo de piedra, dentro de un ataúd atado con pesadas cadenas, ya había pasado una semana de su asesinato. Y por supuesto, a esa piel, antes nívea y resplandeciente de juventud, le había ocurrido lo que le ocurre a la piel luego de una semana pudriéndose en la oscuridad. Esas mejillas sonrosadas, esos ojos brillantes, ese cabello fino y desordenado, esas manos siempre sucias de tierra o con alguna pequeña lastimadura a causa de las travesuras infantiles que aún no había dejado atrás…no había encontrado nada de eso en los despojos que había encontrado en el ataúd. Se veía como Vassilissa, por supuesto, tenía su rostro, sus orejas redondas, sus labios finos y el vestido verde que tanto le gustada aún manchado de sangre. Pero todo era como un disfraz de mal gusto. Vassilissa no estaba ahí.
Fue por eso que el hecho de que le hubieran cosido los párpados, cortado la garganta, colocado clavos en las plantas de sus pies y se las hubieran arreglado para meterle un limón entero en la boca ni siquiera llegó a indignarlo. Hasta agradeció que quienquiera que fuera el encargado de cerrarle los ojos hubiera realizado las puntadas con delicadeza. Tal vez había sido la vieja Rosa, la costurera del pueblo. Podía imaginársela perfectamente, enhebrando su hilo con esa expresión tranquila que la caracterizaba y frunciendo el ceño, con la lengua entre los dientes, mientras la aguja se clavaba lentamente en los párpados de Vassilissa.
Mierda, ¿por qué eso no le enfurecía?
Él se había limitado a levantar lo que alguna vez había sido su niña para llevársela lejos, adonde nadie podría profanar su cadáver ni escupir sobre su tumba como si de un monstruo despreciable se tratara. No había querido enterrarla. ¿De qué serviría conservar un cuerpo donde nadie más que él sabría que se encontraba? Así que con la tranquilidad de un viejo monje ordenando sus pergaminos, Icaro había retirado ese absurdo limón de la boca de la jovencita y los largos clavos que atravesaban sus pies. De la misma manera preparó una buena cantidad de madera, sobre la cual colocó a la muchacha que aún no había abrazado la madurez con todo su esplendor, y sin más miramientos encendió el fuego. Luego se sentó en una roca a ver cómo las llamas devoraban a la persona que más había amado en su larga vida.
Las horas habían pasado lentas y al fuego no le quedaba demasiado para consumir, mas, para Icaro nada en especial había ocurrido esa noche. Ni en las anteriores, que había dedicado especialmente a equilibrar los sucedido con su niña. Ni siquiera vengar. La venganza venía con una carga emocional y buscaba una satisfacción desesperada. Él no lo había hecho desesperado. Luego de que los cazadores, con algunas personas del pueblo, hubieran matado a la joven Vassilissa, Icaro se había dispuesto a hacerles pagar por su crimen. Vassilissa no merecía que la mataran en medio de la plaza, como a un perro, no había sido correcto, no había sido como se suponía que debía ser, y por eso los causantes de tal irregularidad debían desaparecer. Estuvo muy cerca de planear una venganza hecha y derecha, pero de inmediato lo descartó. Por un momento se le ocurrió pagarles a los asesinos con la misma moneda, buscando a los hijos de cada uno de ellos y exterminarlos sin piedad. Era casi bíblico y sonaba justo. Sin embargo, Icaro había vivido la mayor parte de su vida sin dañar inocentes y no tenía las energías para llevar a cabo semejante trabajo en ese momento.
No, él sólo había buscado a los dueños de los rostros que jamás olvidaría y los había atacado y despachado uno a uno. Siempre de noche y de sorpresa, claro estaba. Ellos le habían atacado bajo los fulminantes rayos del sol y en grupo, así que eso sonaba justo. Y así, en una semana, cerró esa tarea pendiente.
Lo siguiente que había querido hacer era darle un funeral apropiado a su niña, que había sido ultimada como un monstruo y sus restos habían sido tratados como tal. Los cazadores habían creído que, como había sido criada por un vampiro, ella también debía serlo. ¿Es que no habían conocido desde que era solo una criaturita? ¿Es que no la habían visto crecer como lo había hecho él? ¿Cómo les había entrado en la cabeza que una muchachita tan vibrante y alegre pudiera ser un monstruo chupasangre? Icaro había creído que cremando el cuerpo podría librar el alma de su niña de los tormentos provenientes de tan errado juicio.
Pero no. Esa cosa que se quemaba frente a él no tenía alma.
Vassilissa no estaba allí. Vassilissa ya se había ido hace días, con ese gemido ahogado por las lágrimas y la sangre que se alzó al cielo en el momento que el filo de la espada ejecutora surgía de su espalda cubierta de sangre.
Al menos, de entre todas las maneras crueles que existían, ella se había ido rápido.
Apenas había visto cómo le arrebataban la vida, Icaro se quitó a los cazadores de encima y se retiró de la batalla. Ya no le quedaban motivos para seguir luchando bajo los inclementes rayos del sol. Ya había perdido, y no quedaba más para hacer que encargarse de los cabos sueltos, todas las cosas que sobraban de esa historia que ya había terminado. Todo por la paz del alma de Vassilissa y para que todo estuviera equilibrado, como debería ser.
Pero esa noche no había paz, solo silencio. ¿Acaso le quedaba algo por hacer? ¿Acaso había olvidado hacerle pagar a uno de los asesinos? ¿Qué más podía hacer para cerrar para siempre la historia de Vassilissa, tan corta y carente de sentido?
Las llamas se habían reducido muchísimo a medida que se quedaban sin combustible para quemar. En el horizonte, el cielo empezaba a teñirse de rosa con el inminente amanecer. El sol, el maldito sol, si no fuera por su horrorosa luz Icaro habría podido defender a su niña querida, si no fuera por su debilidad, si no fuera por su lentitud…
Ah, pero no podía hacer nada contra el sol. Ése no le rendía cuentas a nadie.
Claro. Si alguien había sido responsable de la muerte de Vassilissa, ése era él. Si quería cerrar la historia como en los cuentos que le contaba a su niña para dormir, Icaro mismo debía pagar su parte. El epílogo perfecto. ¿Pero cómo?
El fuego parecía empalidecer comparado con el bello espectáculo que montaba el sol, a medida que se abría paso entre las nubes y la oscuridad de la noche se replegaba, indefensa ante su inexorable poder. ¿De qué manera podía igualar el precio de la vida de Vassilissa, si él ya estaba como muerto sin ella?
Pensó en su pecho perforado que le había arrebatado la vida, el tajo en el cuello que le había quitado la voz, los clavos que le impedirían caminar y por último, las suturas que le impedirían abrir los ojos para recibir un nuevo día.
Por supuesto. Así podía pagarlo.
Mientras apretaba los dientes, aguantando el impulso de cubrirse de la luz, y se mantenía sin parpadear, mirando fijamente el sol y su danza lenta por el firmamento, la humedad que escapaba de sus ojos torturados recorrió sus mejillas como las lágrimas de pena que no pudo derramar en su momento.
En unas horas la oscuridad terminaba de cubrir para siempre sus ojos, y el dolor se sintió como la paz de saber una historia como finalizada.
¿Por qué no podía sentir nada? A fin de cuentas, era su hija la que se consumía frente a sus propios ojos. ¿Por qué no podía gritar de ira? ¿Por qué no podía sentir alivio por el hecho de que su niña por fin había recibido la ceremonia adecuada? ¿Por qué no intentaba consolarse pensando que ella ya no recibiría más daño? Demonios, ¿por qué no podía llorar siquiera?
“Porque esa cosa no es mi Vassilissa”, se respondió el vampiro a sí mismo. Cuando por fin la había hallado, dentro del antiguo mausoleo de piedra, dentro de un ataúd atado con pesadas cadenas, ya había pasado una semana de su asesinato. Y por supuesto, a esa piel, antes nívea y resplandeciente de juventud, le había ocurrido lo que le ocurre a la piel luego de una semana pudriéndose en la oscuridad. Esas mejillas sonrosadas, esos ojos brillantes, ese cabello fino y desordenado, esas manos siempre sucias de tierra o con alguna pequeña lastimadura a causa de las travesuras infantiles que aún no había dejado atrás…no había encontrado nada de eso en los despojos que había encontrado en el ataúd. Se veía como Vassilissa, por supuesto, tenía su rostro, sus orejas redondas, sus labios finos y el vestido verde que tanto le gustada aún manchado de sangre. Pero todo era como un disfraz de mal gusto. Vassilissa no estaba ahí.
Fue por eso que el hecho de que le hubieran cosido los párpados, cortado la garganta, colocado clavos en las plantas de sus pies y se las hubieran arreglado para meterle un limón entero en la boca ni siquiera llegó a indignarlo. Hasta agradeció que quienquiera que fuera el encargado de cerrarle los ojos hubiera realizado las puntadas con delicadeza. Tal vez había sido la vieja Rosa, la costurera del pueblo. Podía imaginársela perfectamente, enhebrando su hilo con esa expresión tranquila que la caracterizaba y frunciendo el ceño, con la lengua entre los dientes, mientras la aguja se clavaba lentamente en los párpados de Vassilissa.
Mierda, ¿por qué eso no le enfurecía?
Él se había limitado a levantar lo que alguna vez había sido su niña para llevársela lejos, adonde nadie podría profanar su cadáver ni escupir sobre su tumba como si de un monstruo despreciable se tratara. No había querido enterrarla. ¿De qué serviría conservar un cuerpo donde nadie más que él sabría que se encontraba? Así que con la tranquilidad de un viejo monje ordenando sus pergaminos, Icaro había retirado ese absurdo limón de la boca de la jovencita y los largos clavos que atravesaban sus pies. De la misma manera preparó una buena cantidad de madera, sobre la cual colocó a la muchacha que aún no había abrazado la madurez con todo su esplendor, y sin más miramientos encendió el fuego. Luego se sentó en una roca a ver cómo las llamas devoraban a la persona que más había amado en su larga vida.
Las horas habían pasado lentas y al fuego no le quedaba demasiado para consumir, mas, para Icaro nada en especial había ocurrido esa noche. Ni en las anteriores, que había dedicado especialmente a equilibrar los sucedido con su niña. Ni siquiera vengar. La venganza venía con una carga emocional y buscaba una satisfacción desesperada. Él no lo había hecho desesperado. Luego de que los cazadores, con algunas personas del pueblo, hubieran matado a la joven Vassilissa, Icaro se había dispuesto a hacerles pagar por su crimen. Vassilissa no merecía que la mataran en medio de la plaza, como a un perro, no había sido correcto, no había sido como se suponía que debía ser, y por eso los causantes de tal irregularidad debían desaparecer. Estuvo muy cerca de planear una venganza hecha y derecha, pero de inmediato lo descartó. Por un momento se le ocurrió pagarles a los asesinos con la misma moneda, buscando a los hijos de cada uno de ellos y exterminarlos sin piedad. Era casi bíblico y sonaba justo. Sin embargo, Icaro había vivido la mayor parte de su vida sin dañar inocentes y no tenía las energías para llevar a cabo semejante trabajo en ese momento.
No, él sólo había buscado a los dueños de los rostros que jamás olvidaría y los había atacado y despachado uno a uno. Siempre de noche y de sorpresa, claro estaba. Ellos le habían atacado bajo los fulminantes rayos del sol y en grupo, así que eso sonaba justo. Y así, en una semana, cerró esa tarea pendiente.
Lo siguiente que había querido hacer era darle un funeral apropiado a su niña, que había sido ultimada como un monstruo y sus restos habían sido tratados como tal. Los cazadores habían creído que, como había sido criada por un vampiro, ella también debía serlo. ¿Es que no habían conocido desde que era solo una criaturita? ¿Es que no la habían visto crecer como lo había hecho él? ¿Cómo les había entrado en la cabeza que una muchachita tan vibrante y alegre pudiera ser un monstruo chupasangre? Icaro había creído que cremando el cuerpo podría librar el alma de su niña de los tormentos provenientes de tan errado juicio.
Pero no. Esa cosa que se quemaba frente a él no tenía alma.
Vassilissa no estaba allí. Vassilissa ya se había ido hace días, con ese gemido ahogado por las lágrimas y la sangre que se alzó al cielo en el momento que el filo de la espada ejecutora surgía de su espalda cubierta de sangre.
Al menos, de entre todas las maneras crueles que existían, ella se había ido rápido.
Apenas había visto cómo le arrebataban la vida, Icaro se quitó a los cazadores de encima y se retiró de la batalla. Ya no le quedaban motivos para seguir luchando bajo los inclementes rayos del sol. Ya había perdido, y no quedaba más para hacer que encargarse de los cabos sueltos, todas las cosas que sobraban de esa historia que ya había terminado. Todo por la paz del alma de Vassilissa y para que todo estuviera equilibrado, como debería ser.
Pero esa noche no había paz, solo silencio. ¿Acaso le quedaba algo por hacer? ¿Acaso había olvidado hacerle pagar a uno de los asesinos? ¿Qué más podía hacer para cerrar para siempre la historia de Vassilissa, tan corta y carente de sentido?
Las llamas se habían reducido muchísimo a medida que se quedaban sin combustible para quemar. En el horizonte, el cielo empezaba a teñirse de rosa con el inminente amanecer. El sol, el maldito sol, si no fuera por su horrorosa luz Icaro habría podido defender a su niña querida, si no fuera por su debilidad, si no fuera por su lentitud…
Ah, pero no podía hacer nada contra el sol. Ése no le rendía cuentas a nadie.
Claro. Si alguien había sido responsable de la muerte de Vassilissa, ése era él. Si quería cerrar la historia como en los cuentos que le contaba a su niña para dormir, Icaro mismo debía pagar su parte. El epílogo perfecto. ¿Pero cómo?
El fuego parecía empalidecer comparado con el bello espectáculo que montaba el sol, a medida que se abría paso entre las nubes y la oscuridad de la noche se replegaba, indefensa ante su inexorable poder. ¿De qué manera podía igualar el precio de la vida de Vassilissa, si él ya estaba como muerto sin ella?
Pensó en su pecho perforado que le había arrebatado la vida, el tajo en el cuello que le había quitado la voz, los clavos que le impedirían caminar y por último, las suturas que le impedirían abrir los ojos para recibir un nuevo día.
Por supuesto. Así podía pagarlo.
Mientras apretaba los dientes, aguantando el impulso de cubrirse de la luz, y se mantenía sin parpadear, mirando fijamente el sol y su danza lenta por el firmamento, la humedad que escapaba de sus ojos torturados recorrió sus mejillas como las lágrimas de pena que no pudo derramar en su momento.
En unas horas la oscuridad terminaba de cubrir para siempre sus ojos, y el dolor se sintió como la paz de saber una historia como finalizada.